El escándalo de corrupción que envuelve a Luis Hermosilla, un abogado de renombre en Chile, ha sacudido las estructuras del sistema judicial y político del país. Este caso, que involucra delitos de cohecho y lavado de activos, es más que un incidente aislado; es un síntoma de una enfermedad más profunda que permea no solo nuestras instituciones, sino también nuestra sociedad en su conjunto. Cuestionar las dinámicas de poder que permiten que estas prácticas continúen y develar las verdaderas fuentes de la corrupción son clave para evitar que el ciclo continúe indefinidamente. Sin embargo, examinar nuestras conductas cotidianas en relación al deseo de obtener lo que la otra persona tiene, ya sea posesiones materiales, cualidades personales, estatus social o éxito, nos acerca a la raíz misma de la codicia, reconociendo que la corrupción no solo se manifiesta en las altas esferas del poder, sino también en nuestras vidas diarias, donde la competencia desmedida y la imitación sin reflexión contribuyen a perpetuar un sistema que premia el tener sobre el ser.
Al respecto, el filósofo René Girard, entre otras ideas desarrolladas en sus obras, se hizo famoso por argumentar que en el origen de la cultura humana está el “deseo mimético”. Según su planteamiento, lo que deseamos no surge espontáneamente, intrínsicamente de nosotros mismos, sino que está motivado por la imitación. Aprendemos a desear o querer lo que otros quieren o desean; en realidad aprendemos a desear de un modo muy similar a como aprendemos a hablar.
Esta no es una cuestión trivial, está a la base del origen de la cultura humana, tal como lo argumenta Girard en sus numerosas obras. Comprender este fenómeno es clave para comprender lo que ocurre en las actividades humanas. En la política, ¿quién de nuestros políticos no quiere ser como un personaje relevante en ese ámbito o por qué compiten por la cuña más -a su juicio- impactante, que llame más la atención que la de su competidor próximo; en el mundo de la empresa, muchos empresarios quieren ser más exitosos que sus colegas, si otros aprovechan alguna oportunidad de negocios, por qué no aprovechar otras también. Lo mismo en el ámbito de los deportes o en la academia, en esos ámbitos ¿no existe competencia entre pares con el propósito de acumular más laureles y sobresalir más que el competidor que se quiere imitar? Incluso si nuestro vecino obtiene más bienestar y se nota en la casa que tiene o en el automóvil que conduce, ¿no queremos imitarlo y ser más que él?
Ahora bien, por desgracia esa competencia contiene una violencia larvada, que las más de las veces se expresa en conflictos abiertos entre parcialidades que disputan por mayor posicionamiento social, por más poder político o económico, por mayor influencia en los asuntos sociales, etc. Lo que queremos imitar -cosas o personas- moldea nuestros deseos, o dicho de otro modo, lo que queremos ser. Y, esto ocurre porque el deseo surge “entre” las personas. No hay deseos en solitario, sólo necesidades como el hambre o el sueño.
Muchas veces nos asustamos de cómo este afán de competir, de imitar a otros se transforma en algo generalizado en la sociedad en la que vivimos. Nos admira, no sin temor, cómo los políticos disputan, normalmente con violencia entre ellos. Como la competencia entre empresas termina por aplastarnos a los que somos sus usuarios y vemos como esa competencia se traduce en abusos. Nos damos cuenta, espontáneamente, que un nivel de competencia, de imitación desmesurado se transforma en algo peligroso para nosotros. La mímesis y la competición descontroladas hace que los deseos se expandan y en la medida que deseamos las mismas cosas se produce lo que Girard llamó crisis mimética.
Girard se dio cuenta también que casi desde siempre los humanos han creado e instalado un recurso específico para protegerse de estas atemorizantes crisis miméticas. De lo que ya no da para más. Cuando los individuos sufrían, lo que ellos creían que era la ira de los dioses o de la divinidad, que se expresaba como revueltas y enfrentamientos sociales violentos, las personas se unían entre sí y trataban de conjurar como grupo las crisis violentas que les habían sobrevenido. Del mismo modo, hoy día cuando los medios agitan las conciencias de sus espectadores, lectores, auditores o consumidores exhibiendo situaciones que presentan como límites y las personas siente que esos sucesos han rebasado la línea de lo socialmente aceptable, se trae al centro de la atención a un individuo que, en sí, en su carácter y sus hechos convoca al enemigo común, alguien que personifica el colmo de lo “anti-social”. El “chivo expiatorio”. Este mecanismo, según Girard, permite que cuando las sociedades se ven amenazadas por el desorden, usan la violencia para conjurar la violencia, es decir, como una forma para repeler la violencia.
Pero, cabe la pregunta, con el sacrificio del “chivo expiatorio”, ¿desaparece la corrupción? ¿La competencia y la imitación con el o los que sirven de modelo mimético se termina? ¿Querrán que el deseo imitativo deje de gobernar nuestras vidas? O, a la persona que ponemos en la picota es sólo ‘aliquid pro aliquo’, algo que está en vez de algo. El problema es que el mecanismo del “chivo expiatorio” es sólo temporal y transicional, con el sacrificio de esta entidad simbólica, los Luis Hermosilla no van a desaparecer. El desorden social no se va a terminar, alguien o algunos lo van a imitar y más temprano que tarde necesitaremos sacrificar un nuevo “chivo expiatorio” que, ilusoriamente exorcizará nuestros demonios y, así el ciclo se volverá a repetir.
Desplazar nuestra ira y frustración como sociedad hacia un individuo, creyendo que su sacrificio restaurará el orden y limpiará los pecados de muchos es un remedio transitorio. La corrupción, alimentada por la competencia desmedida y el deseo mimético, no desaparecerá con la caída de Hermosilla, porque las raíces del problema son mucho más profundas. Debemos mirar más allá de la figura del chivo expiatorio y cuestionar el sistema que perpetúa estas dinámicas de poder y deseo. Solo entonces podremos romper el ciclo y comenzar a construir una sociedad más justa, donde no se necesiten sacrificios simbólicos para mantener un orden ilusorio.
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